Se levantó de su cama, desnudo, y encendió
un cigarrillo, como ella odiaba que haga, pero ahora poco le importaba.
Era evidente, el desamor, el vacío en sus
ojos, lo mataba.
Miraba desde la ventana la luz de la
calle. Esta vez no tenía ganas de llorar, ni de gritar, pero tampoco de verla
ir.
Ella había entregado lo poco que podía
dar, poco que siempre fue nada.
Ni siquiera quería intentar.
Lo miraba de lejos, hermoso, desconcertado,
perdido, nada de lo que ella quería.
No podía ni pensar en sus sentimientos,
sólo le importaba el reloj.
Era hora de marcharse, con lo poco que
quedaba.
Se llevó su ropa, sus discos, un par de
libros. Se le quedaron los aretes y las ganas.
Se fue, como siempre.
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